lunes, 19 de mayo de 2014

DOCUMENTO DE APARECIDA: MARIA DISCIPULA Y MISIONERA DE JESUS

María, discípula y misionera 

DOCUMENTO DE APARECIDA, números 266-272.


266. La máxima realización de la existencia cristiana como un vivir trinitario de
“hijos en el Hijo” nos es dada en la Virgen María quien, por su fe (cf. Lc 1,45) y
obediencia a la voluntad de Dios (cf. Lc 1,38), así como por su constante meditación
de la Palabra y de las acciones de Jesús (cf. Lc 2,19.51), es la discípula más perfecta
del Señor1
. Interlocutora del Padre en su proyecto de enviar su Verbo al mundo para
la salvación humana, María, con su fe, llega a ser el primer miembro de la comunidad
de los creyentes en Cristo, y también se hace colaboradora en el renacimiento
espiritual de los discípulos. Del Evangelio, emerge su figura de mujer libre y fuerte,
conscientemente orientada al verdadero seguimiento de Cristo. Ella ha vivido por
entero toda la peregrinación de la fe como madre de Cristo y luego de los discípulos,
sin que le fuera ahorrada la incomprensión y la búsqueda constante del proyecto del
Padre. Alcanzó, así, a estar al pie de la cruz en una comunión profunda, para entrar
plenamente en el misterio de la Alianza.

267. Con ella, providencialmente unida a la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4,4),
llega a cumplimiento la esperanza de los pobres y el deseo de salvación. La Virgen de
Nazaret tuvo una misión única en la historia de salvación, concibiendo, educando y
acompañado a su hijo hasta su sacrificio definitivo. Desde la cruz, Jesucristo confió a
sus discípulos, representados por Juan, el don de la maternidad de María, que brotadirectamente de la hora pascual de Cristo: “Y desde aquel momento el discípulo la
recibió como suya” (Jn 19,27). Perseverando junto a los apóstoles a la espera del
Espíritu (cf. Hch 1,13-14), cooperó con el nacimiento de la Iglesia misionera,
imprimiéndole un sello mariano que la identifica hondamente. Como madre de
tantos, fortalece los vínculos fraternos entre todos, alienta a la reconciliación y el
perdón, y ayuda a que los discípulos de Jesucristo se experimenten como una familia,
la familia de Dios. En María, nos encontramos con Cristo, con el Padre y el Espíritu
Santo, como asimismo con los hermanos.
268. Como en la familia humana, la Iglesia-familia se genera en torno a una madre,
quien confiere “alma” y ternura a la convivencia familiar2
. María, Madre de la Iglesia,
además de modelo y paradigma de humanidad, es artífice de comunión. Uno de los
eventos fundamentales de la Iglesia es cuando el “sí” brotó de María. Ella atrae
multitudes a la comunión con Jesús y su Iglesia, como experimentamos a menudo en
los santuarios marianos. Por eso la Iglesia, como la Virgen María, es madre. Esta
visión mariana de la Iglesia es el mejor remedio para una Iglesia meramente
funcional o burocrática.
269. María es la gran misionera, continuadora de la misión de su Hijo y formadora de
misioneros. Ella, así como dio a luz al Salvador del mundo, trajo el Evangelio a
nuestra América. En el acontecimiento guadalupano, presidió, junto al humilde Juan
Diego, el Pentecostés que nos abrió a los dones del Espíritu. Desde entonces, son
incontables las comunidades que han encontrado en ella la inspiración más cercana
para aprender cómo ser discípulos y misioneros de Jesús. Con gozo, constatamos que
se ha hecho parte del caminar de cada uno de nuestros pueblos, entrando
profundamente en el tejido de su historia y acogiendo los rasgos más nobles y
significativos de su gente. Las diversas advocaciones y los santuarios esparcidos a lo
largo y ancho del Continente testimonian la presencia cercana de María a la gente y,
al mismo tiempo, manifiestan la fe y la confianza que los devotos sienten por ella.
Ella les pertenece y ellos la sienten como madre y hermana.
270. Hoy, cuando en nuestro continente latinoamericano y caribeño se quiere
enfatizar el discipulado y la misión, es ella quien brilla ante nuestros ojos como
imagen acabada y fidelísima del seguimiento de Cristo. Ésta es la hora de la
seguidora más radical de Cristo, de su magisterio discipular y misionero, al que nos
envía el Papa Benedicto XVI: “María Santísima, la Virgen pura y sin mancha es para
nosotros escuela de fe destinada a guiarnos y a fortalecernos en el camino que lleva
al encuentro con el Creador del cielo y de la tierra. El Papa vino a Aparecida con viva
alegría para decirles en primer lugar: Permanezcan en la escuela de María. Inspírense
en sus enseñanzas. Procuren acoger y guardar dentro del corazón las luces que ella,
por mandato divino, les envía desde lo alto”3
.
271. Ella, que “conservaba todos estos recuerdos y los meditaba en su corazón” (Lc
2,19; cf. 2,51), nos enseña el primado de la escucha de la Palabra en la vida del
discípulo y misionero. El Magnificat “está enteramente tejido por los hilos de la
Sagrada Escritura, los hilos tomados de la Palabra de Dios. Así, se revela que en Ella
la Palabra de Dios se encuentra de verdad en su casa, de donde sale y entra con
naturalidad. Ella habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se le hace
su palabra, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se revela que sus
pensamientos están en sintonía con los pensamientos de Dios, que su querer es un
querer junto con Dios. Estando íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, Ella
puede llegar a ser madre de la Palabra encarnada”4
. Esta familiaridad con el misterio
de Jesús es facilitada por el rezo del Rosario, donde: “el pueblo cristiano aprende de
María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de
su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como
recibiéndolas de las mismas manos de la madre del Redentor”5
.
272. Con los ojos puestos en sus hijos y en sus necesidades, como en Caná de
Galilea, María ayuda a mantener vivas las actitudes de atención, de servicio, de
entrega y de gratuidad que deben distinguir a los discípulos de su Hijo. Indica,
además, cuál es la pedagogía para que los pobres, en cada comunidad cristiana, “se
sientan como en su casa”6
. Crea comunión y educa a un estilo de vida compartida y
solidaria, en fraternidad, en atención y acogida del otro, especialmente si es pobre o
necesitado. En nuestras comunidades, su fuerte presencia ha enriquecido y seguirá
enriqueciendo la dimensión materna de la Iglesia y su actitud acogedora, que la
convierte en “casa y escuela de la comunión”7
 y en espacio espiritual que prepara
para la misión.